A hot day’s night

Después de nuestro encuentro fugaz en los baños del complejo de apartamentos me había quedado con ganas de algo más reposado y duradero (aunque he de confesar ese encuentro apresurado y urgente me dejó una huella imborrable). Pasé la tarde dormitando en mi hamaca, leyendo un poco, tomando de cuando en cuando una cerveza y remojándome en la piscina o el jacuzzi de los bungalows. Él, con su familia, actuaba con tal discreción que parecía que no hubiese pasado nada; aunque, de vez en cuando, lanzaba una mirada a mi terraza, no sé si nervioso o excitado.

Después de la cena, quizás por el cansancio del viaje, quizás por las casi dos botellas que se bebieron durante la comida, los padres se retiraron después de llevar los cacharros a la cocina. La hija no despegaba la mirada de la pantalla del móvil y el hijo, con los auriculares puestos, se fumaba un cigarrillo y movía la cabeza al ritmo de una música que, afortunadamente, solo escuchaba él mientras paseaba descalzo por el césped de su apartamento. Yo, en mi terraza, lo espiaba nervioso deseando que la chiquilla se fuera a chatear a su habitación.

Al rato ella acabó su refresco y se despidió. Él se abrió una lata de cerveza, al tiempo que continuaba su paseo frente a mi terraza. Yo había dejado la luz del salón encendida y lo observaba a contraluz; me sentía un depredador agazapado en la oscuridad. Me levanté, apagué la luz del salón y encendí la luz de la mesilla en el dormitorio. Había dejado la puerta entreabierta y, un par de minutos más tarde, escuché cómo se acercaba. Su silueta se recortó en la puerta contra la tenue luz del jardín. El corazón se me iba a salir por la boca, pero me acerqué esta vez a él, le agarré de una mano, cerré el bungalow y lo llevé al dormitorio. Ahora sí pude ver sus preciosos ojos azul oscuro. Olía a tabaco rubio. Se le veía seguro pero un poco nervioso. Lo abracé y estuvimos así un rato hasta que, mejilla con mejilla, busqué su boca sin dejar de abrazarlo:

- ¿Estás bien?

Dijo que sí con la cabeza y sonrió aún un poco nervioso. Le acaricié el cuello, la base de la espalda, los brazos... sin dejar de besarnos. Rodeé su cadera y comencé a acariciarle el pecho. Con la mano libre bajé para colarme por su camiseta y explorarlo más libremente. Su cuerpo se iba relajando poco a poco. Al lamerle el cuello, gimió levemente; cuando pellizqué suavemente sus pezones su respiración se agitó; cuando, a través de la tela del pantalón de algodón, le acaricié la polla, su cuerpo se relajó, dejó escapar un suave jadeo y separó ligeramente las piernas.

Todo ocurría como a cámara lenta. Metí la mano por el pantalón para acariciarle el culo mientras él se quitaba la camiseta. Bajé un poco más para colarme entre sus piernas y acariciarle los huevos desde atrás, al tiempo que le comía la oreja y el cuello. Le acaricié el paquete levemente de camino hacia sus muslos. Ya estaba duro, pero no quería ir a saco; quería jugar, no apresurar nada. La temperatura de su cuerpo había subido, yo estaba como una moto. Aproveché para quitarme la camiseta y abrazarlo de nuevo, paquete con paquete. Hizo amago de quitarse el pantalón, pero lo detuve y lo tumbé sobre la cama para seguir jugando un rato con la ropa puesta.

Me tumbé junto a el, las piernas enredadas mientras nos besábamos como adolescentes. De repente me tumbó sobre la cama, se encaramó sobre mí y comenzó a frotarse rítmicamente. Yo temía correrme antes de tiempo, pero aquel movimiento me resultaba tan delicioso...

Me sujetaba las muñecas y se movía cada vez más rápido. Le pedí que parara. No quería acabar tan pronto. Lo tumbé, puse una almohada bajo sus riñones y comencé a meter mis manos entre el pantalón y sus piernas en una especia de masaje que no se cortaba a la hora de tocar sus huevos o la base de su polla. Le quité por sorpresa el pantalón y el calzoncillo y le hundí la lengua en el ojete. Ahí se le escapó un gemido, me agarró la cabeza e hizo que le metiera la lengua más adentro. Cogí del cajón de la mesilla un bote de lubricante y un preservativo, le comí los huevos y me metí su polla en la boca mientras abría el envoltorio del condón. Lubriqué y masajeé con mucho cuidado el ojete hasta que mis dedos entraban y salían sin dificultad de su cuerpo. Me incorporé y acerqué el glande a la entrada de su culo. Empujé suavemente mientras le agarraba los tobillos. Él gimió; yo paré y le pregunté si le había dolido:

- Sí, un poco, pero está bien.

La saqué, le entreabrí las nalgas y volví a empujar suavemente. Ahora sí entró. Él se tensó un poco y me detuve, acaricié sus piernas, su pecho, me incliné hacia su boca y, en ese momento, suave pero firmemente, la metí completa. Nos quedamos un instante así mientras gemíamos hasta que comencé a follármelo suavemente mientras lo masturbaba. A ratos lo hacía deprisa, a ratos muy despacio; a ratos la sacaba lentamente para volver a hundirla del todo. Notaba que estaba a punto y se lo dije. El comenzó a pajearse hasta que apenas unos segundos más tarde nos corrimos. A la vez, gimiendo en un lenguaje inexistente, gruñendo, con palabrotas, convulsos. El se había manchado la barriga y parte del pecho, así que le acerqué una toalla y le pregunté si quería ducharse. Me dijo que otro día, que ahora tenía que volver. Nos volvimos a besar y a acariciar. Su cuerpo se pegaba de una manera maravillosa y yo quería que se quedara a dormir, pero no había opción; así que nos volvimos a besar en la oscuridad del porche y se fue de dos zancadas a su terraza. Se sentó a fumar antes de meterse definitivamente en el bungalow.

Esa noche (y las siguientes) dormí como un leño.