Primero fue la vista. Me rendí tan pronto como pude ver sus fotos en el momento en el que nuestros perfiles se conectaron. A esto siguió el oído. Sus audios, con esa voz suave y juguetona al otro lado del teléfono y su risa como respuesta a mi chorrada de turno. Llegó el primer encuentro y su aroma conquistó mi olfato. Soy de esas personas obsesionadas con el olor de los demás y de las cosas que me rodean, y el suyo despertó mis ganas de descubrir a qué sabía. Tuve claro que jugaría todas mis cartas para poder hacerlo y no estaría escribiendo esto si no hubiera surtido efecto. Todo un placer fue probar sus labios y saciar mi gusto. Así, con el sabor de los besos, dimos paso al tacto. Nuestras manos tomaron la delantera para ser seguidas por el resto del cuerpo. Sólo recuerdo la suavidad de su piel y lo mucho que disfrutaron todos mis sentidos en aquella primera vez.
A ésta sucedieron muchas otras. Algunas más intensas, otras más divertidas, unas veces simplemente nos apetecía gastar tiempo juntos… En ocasiones nos veíamos un par de horas y en otras eran varios días. La cuestión era despertar y saciar todos mis sentidos con él.
Fue pasando el tiempo y otro de mis sentidos entró en juego. ¿Cuál? Pues el sentido común. Ese que a menudo ignoramos, pero que siempre acierta. Yo era reacia a prestarle atención, pues lo que me decía no entraba en mis planes. Quería exponerme a otros muchos estímulos, pero la lógica acabó imponiéndose. ¿Para qué busco tanto si nadie me complace igual? Tenía un problema. Mis cinco sentidos sólo se activaban con él, habían decido por mí, tenían un preferido y yo ya no podía hacer nada al respecto más que sucumbir a mis instintos más básicos.
Mi vista se negaba a fijarse en otra cosa que no fueran sus ojos escudriñándome; su boca dibujando una sonrisa cuando, con la mirada aún baja, abría ligeramente mis ojos entre beso y beso; o verlo dormir enredado entre las sábanas de mi cama… Mi oído sólo extrañaba escuchar el susurro del aire entrecortado de sus jadeos, cerquita, muy cerquita de mi oreja; su voz seria cuando con sus órdenes me imponía su voluntad o dulce cuando me mimaba follándome despacito, despacito, despacito. Mi olfato, uno de los grandes protagonistas entre nuestras filias, anhelaba el momento en el que nuestras hormonas enloquecieran tras haberme exigido que oliera su polla antes de permitirme satisfacer mi sentido del gusto con el adictivo sabor, de su lubricado sexo. Todo ello, a la vez que me regocijaba con el aterciopelado tacto de su piel; de sus manos proporcionándome un placer que nadie me había regalado antes o de las mías recorriendo su sudoroso cuerpo mientras me hacía suya, su puta hembra.
Con todo esto ¿cómo iba yo a atreverme a seguir ignorando mi sentido común? ¿Quién, con algo de sentido común, lo haría?