Todo empezó con un simple mirada, unos parpados entornados, unas pupilas que, de pronto, me parecieron líquidamente azules, de una insondable profundidad. Sabía que si Marta me miraba así era porque quería revelarme algo, ponerme al corriente de una cuestión delicada. Notaba como una duda la martilleaba desde el interior, arqueando su espalda y entornando aún más sus caderas sobre la cama en la que yacía. Se mordía el labio en un gesto que no pretendía ser una provocación y quizá por eso precisamente lo era. Con aquella pose de mujer entregada, consciente y plena, quería adelantarme una futura disculpa. “Debo contarme algo”, parecía decirme, “debo contarte algo y creo que te va a hacer daño”.
Lo afronté con fingida calma y le devolví la mirada.
–Dímelo.
Mi voz sonó serena. Ella pareció sorprenderse, quizá porque pensó que era lo que debía hacer: fingir estupor; aunque estoy seguro que sabía que para mi, su mirada había sido una invitación.
–Lucas, nunca hemos hablado de nuestras fantasías.
–¿No? –pregunté con sincera extrañeza.
–Bueno... es cierto que algunas cosas sí que nos hemos confesado, pero... ¿seguro que no guardas algún oscuro deseo que no hayas compartido conmigo aún?
Lo preguntó mientras dibujaba una sonrisa pícara y posaba su mano pequeña sobre mi pecho. Coloqué los brazos detrás de la cabeza y clavé la mirada en el techo de la habitación mientras arrugaba el entrecejo, como si me embarcara en una profunda reflexión.
–No sabría decirte, en general estoy satisfecho en ese ámbito en particular.
–¿En general estás satisfecho en ese ámbito en particular? ¿Esto qué es, una de tus reuniones del departamento de contabilidad?
Su risa sonó cantarina y yo no pude evitar mirar como temblaban sus pechos. Ella continuó:
–Eres un idiota, ¿sabes? Un verdadero mojigato. Según tú, ¿qué acabamos de hacer?
Le gustaba zaherirme con aquello.
–Pues, Marta, creo que la respuesta a esa pregunta es muy obvia, sólo hay que vernos: los dos desnudos, aún sudorosos sobre nuestro lecho conyugal.
Solía acusarme de tener un lenguaje muy pomposo, por eso en ocasiones, recargaba aún más mis frases, sólo por el placer de fastidiarla.
– ¡Venga ya! Repito la pregunta, ¿qué acabamos de hacer?
– Pues... hemos hecho el amor.
–¡No es cierto! –dijo ella– No hemos hecho el amor, hemos hecho otra cosa y no me fastidies, que la que estudió en un colegio de monjas fui yo, no tu. Te doy una pista, empieza por f.
–¡Está bien! Hemos follado ¿contenta?
–No del todo, sabes que a veces me gusta que uses un lenguaje un poco más crudo, pero como eres un poco pusilánime...
– Si me pongo soy perfectamente capaz de decir cochinadas.
–¡No es cierto!
–¡Sí lo es!
–Sabes que no, de lo contrario te reto a que me lo demuestres.
Me recliné de medio lado apoyando la cabeza sobre la mano y la miré fijamente a los ojos. Ella mantenía una media sonrisa en el rostro, expectante.
–Aún tengo el sabor de tu coño en la boca –le susurré.
Hizo un mohín con lo labios, como queriendo dar a entender que no había sido para tanto. Sin embargo, un leve rubor en sus mejillas demostraba que mi comentario había hecho efecto.
–No está mal –dijo–. Pero sigo pensado que eres un mojigato.
Se puso boca arriba y mantuvo un pierna recogida que empezó a la balancear despacio. Colocó las manos sobre su regazo y empezó a acariciarlo, su pecho se alzó con una profunda inspiración, los pezones se oscurecieron un momento bajo la luz que llegada de la lámpara de la mesa de noche. Vi el montículo negro de su monte de venus y tuve un punzaba de deseo. Giró el cuello y clavó su ojos en los míos. Sabía lo que quería. No dije nada, simplemente le mantuve la mirada, serio, casi cortante. Noté cómo aquel silencio, la expectación que generaba, iba incrementando la cadencia de su respiración. Me deslicé hasta su sexo, ella abrió las piernas. Yo sentí el olor intenso de su deseo, casi como una caricia, como un hálito cálido que empañaba la piel de mis mejillas. Entonces ella me retuvo con una mano.
–Espera. Quiero que me lo comas mirándome a los ojos.
Nunca me había percatado hasta ese momento de aquello. Cuando le practica sexo oral, algo que me gustaba hacer a menudo, cerraba los ojos y me centraba en la tarea, no mantenía el contacto visual. Pero no lo hacía sólo por una cuestión práctica, en realidad, hube de reconocer que mirarla me generaba cierto pudor. Sin embargo, aquella petición no dejaba espacio para la vergüenza, debía hacer lo que me decía. Puede que tuviera razón, que en el fondo fuera un mojigato, pero ese defecto se solucionaba con una simple palabra suya. Si ella me lo pedía, mis reparos desaparecían. Así que me limité a asentir y ella, para no dejar resquicio a las dudas me repitió la misma petición pero esta vez con la voz ronca por el deseo y una urgencia agresiva.
–Quiero que me mires a los ojos mientras me comes el puto coño.
Clave la mirada en su rostro, pero antes de empezar recordé algo.
–¿Es esta la fantasía que me querías confesar?
Ella pareció sobresaltada por la pregunta.
–No –dijo–. Esta no.