“Desde que entremos en tu casa quiero que te coloques en posición de sumisa. Y recuerda que sólo podrás dirigirte a mí como Señora”.
Así fue como sentenció aquella primera toma de contacto en el bar cercano a mi casa donde habíamos quedado para conocernos y acordar ciertos códigos que garantizaran que ambas viviéramos aquel encuentro de la forma más placentera posible, cada una desde su rol.
Su primer mensaje en la web me pilló totalmente desprevenida. Era muy poco habitual encontrar perfiles activos de chicas, pero más raro aún era que ellas (entre las que me incluyo) dieran un primer paso para entablar conversación. Además lucía un cuerpo de escándalo en sus fotos, lo que en cierto modo hacía salir a flote mis inseguridades, pues yo ya explicaba en la presentación de mi perfil que no era más que una gordita morbosa en busca de diversión. La cuestión es que tras unos cuántos mensajes relacionados con su experiencia en el mundo BDSM y mis ganas de adentrarme en él, intercambiamos teléfonos y concertamos una cita.
Se presentó a la cita con un top corto negro de encaje que resaltaba sus senos perfectos y unos vaqueros ajustados del mismo color. Yo había elegido un traje corto verde militar, pues el calor del mediodía de aquel agosto y mis nervios eran más que suficientes como para que yo aumentara el riesgo de acabar sudando como un pato llevando más ropa de la necesaria. Si tenía que acabar empapada, que fuera en la cama.
Era una chica muy mona, con una voz muy suave y un carácter excesivamente dulce como para poder imaginarla en el papel de Ama dominante. Sin duda, esa dualidad me encantaba. Me resultaba de lo más morboso pensar en cómo el sexo es capaz de transformar a las personas de esa manera. Desde el primer momento me sentí bastante cómoda con ella, muchísimo más de lo que esperaba, lo que hizo que pudiéramos hablar con naturalidad sobre lo que ocurriría en las horas
siguientes. Aunque era menor que yo, tenía experiencia y conocimientos de sobra sobre el BDSM y todas las reglas subyacentes dentro de ese mundo. También me llamó la atención su colgante. Según me explicó, se trataba del Triskel, un símbolo empleado por los miembros de esta comunidad para identificarse entre sí de forma discreta. A colación de esto comenzamos a pactar los límites y normas de nuestro inminente encuentro. Decidimos emplear, por un lado, los colores del semáforo para que yo pudiera expresar mi nivel de comodidad con las prácticas a emplear; y por el otro, una escala del uno al diez para indicar el nivel de tolerancia del dolor que pudiera sentir en momentos puntuales. Con estas y otras especificaciones nos dirigimos a mi casa, no sin antes soltar por esa boquita la frase del inicio.
El camino nunca se me había hecho tan largo. Su coche seguía al mío y yo no hacía más que mirarla por el retrovisor imaginando miles de posibles escenarios, pero nada que se pasara por mi cabeza pudo igualar lo que ocurrió entre aquellas paredes. Medio temblorosa gire la llave en la cerradura de mi puerta mientras su orden retumbaba en mi cabeza, “quiero que te coloques en posición de sumisa”. Nada más entrar, justo delante del sofá que estaba situado en frente, obedecí a la que nada más cruzar el umbral de la puerta se había convertido inmediatamente en mi Ama. Ésta se acercó, con su mano suavemente en mi barbilla levantó mi cara, me dio un leve beso en la boca y me susurró: “Ya puedes levantarte, sólo quería verte en esa posición porque me pone muchísimo”. “Sí, Señora”, contesté yo incorporándome, incapaz de mirarla a los ojos en señal de la sumisión que su rol me imponía.
Me pidió que le mostrara mi habitación. Al ver la pequeña mesa de cristal que estaba a los pies de la cama, su rostro dibujó una sonrisa traviesa, seguro fruto de la idea que brotó en su mente. “Saca todo lo que hay en esta mochila y colócalo ordenado en la mesa mientras voy al servicio. Cuando acabes, quiero que te pongas el mono de rejilla que llevabas en la foto que me gustó de las que tienes en la página”. Como no podía ser de otra manera, seguí sus instrucciones cada vez más nerviosa y excitada. De aquella mochila saqué objetos y artilugios de lo más variados. Un collar, una cadena, cuerdas, pinzas para pezones, flogger, fusta, velas, arnés, dildos de diferentes tamaños, un plug anal con cola que me gustó especialmente, un pintalabios rojo escarlata… ¡Había de todo allí dentro! Una vez terminé de ordenar la mesa, que ahora parecía el escaparate de un sexshop, me coloqué en la cama, de nuevo en la posición en la que me correspondía esperarla, ataviada con la prenda que me había indicado.
Cuando regresó, me dio otro beso y con un “buena chica” me hizo bajar de la cama para arrodillarme en el suelo.
- ¿Sabes cómo se ofrecen los objetos que pide un Amo?
- No, Señora. - Contesté con timidez.
- No pasa nada. Los tienes que sostener así, sobre las palmas de tus manos abiertas y acercarlos con la cabeza gacha. A ver, prueba a ofrecerme el collar.
Hice lo que me pidió, lo cogió y una vez me lo había abrochado al cuello, me reclamó la cadena. La tomé en mis manos tal y como había hecho con el collar y se la ofrecí.
- Muy buena perrita, pero no puedes ser una perrita de verdad sin una cola, ¿no crees?
- Sí, Señora.
- Ponte a cuatro patas.
Mientras yo obedecía, ella cogió el plug anal rosado con cola de rallas blancas y violetas que tanto me había llamado la atención. Lo metió en mi boca y acto seguido en el lugar para el que está diseñado.
- Ahora sí eres una perrita como Dios manda, ¿verdad?
- Sí, Señora.
- Ven, vamos a enseñarte a pasear.
Tomó la cadena y comenzó a andar. Salimos de la habitación hacia el salón. Me pidió que ladrara, pero la vergüenza limitaba mi voz. Insistió en que subiera el volumen, pero yo era incapaz de hacerlo.
- Ladra más alto, quiero escucharte.
- Lo siento, Señora. No puedo.
- ¿Así que la perrita no sabe ladrar? ¿Le da vergüenza? Pues a ver si sabe contar.
En ese momento comenzó el castigo. Un fuerte azote acompañado de un “¡Cuenta, perra!”
- Uno… - Jadeé. - Dos… Tres… Cuatro… - Hasta llegar a diez seguí enumerando cada azote que me propiciaba.
Volvió a hacerse con la correa y, de nuevo, me paseó de regreso a la habitación. Desabrochó la cadena, no así el collar y me pidió que me pusiera con el culo en pompa en la orilla de la cama.
- Toma. Póntelo en el clítoris y no te lo saques hasta que te lo ordene. - Dijo entregándome un masajeador íntimo rosado coloquialmente conocido como micrófono por su similar forma.
- Sí, Señora. - Contesté yo totalmente nublada por la necesidad de obediencia.
- No te muevas. Voy a sacarte una foto para que no te olvides de quién te inició.
Yo seguía conteniendo mis gemidos cuando oí que su ropa caía al suelo. Paseó alrededor de la cama mirando cómo me daba placer con su juguete, hasta que decidió tumbarse con las piernas abiertas delante de mi cara. Salivaba hambrienta de aquel coñito que me llamaba a gritos, no obstante, no quería importunar a mi Señora. Debía esperar a que me diera su consentimiento. No dudo de que disfrutara de aquella manera de torturarme, pero fue benevolente y con un gesto me invitó a comérmela.
No sé si fueron cinco, diez o quince minutos los que estuve empleándome a fondo para dar placer a mi Ama. Mi lengua paseaba por aquel coñito sin descanso, lamía despacio de abajo hacia arriba para hacer pequeños círculos sobre su hinchado clítoris antes de succionarlo. Introducía mis dedos al compás de los movimientos de su cadera buscando su punto G. Sé que lo disfrutó pero mi Señora tenía otras pruebas para mí. Por ello me ordenó que me quitara la colita y me tumbara boca arriba. Cogió las cuerdas, tenía varias. Con una ató mis manos al cabecero de la cama por encima de mi cabeza. Luego cogió dos un poco más largas, amarró una en cada uno de mis tobillos y éstos, a su vez, a los pomos de los barrotes de hierro laterales de dicho cabecero, dejándome totalmente inmóvil y abierta para ella.
Había llegado el momento de comprobar mi nivel de tolerancia al dolor y dónde estaba mi umbral entre éste y el placer. Empezó a juguetear con mis pechos, lo cual me daba una pista de cuál sería su siguiente paso. Tras comprobar que había luz verde y yo estaba disfrutando de la vivencia tanto como ella, se hizo con las pinzas para los pezones y el pintalabios. Pellizcó y mordisqueó cada uno de mis pezones para que estuvieran perfectos para su juguete. Colocó una pinza en cada uno y fue tirando de la cadena que las unía mientras preguntaba en qué escala del uno al diez estaba. En vista de que el seis no era el número que esperaba escuchar, aumentó la tensión hasta alcanzar el siete, el ocho… En el nueve se detuvo. Mi cuerpo se relajó instantáneamente cuando soltó aquella cadenita con la que me dominaba. Entonces, destapó la barra de labios y con ella dibujó una S en mi pecho izquierdo. No lo entendí hasta que me explicó que era la inicial de su nombre real y con ella me marcaba declarándome de su propiedad. Esto quedó inmortalizado con otra foto sacada de tal manera que se veía mi pecho con su inicial y la pinza aún sujeta a mi erizado pezón. Una imagen maravillosamente sugerente.
Yo seguía atada, le encantaba verme de aquella manera (y a mí estarlo), cuando fue de nuevo a la mesa y trajo una de las velas y un mechero. Me insistió en que ante cualquier incomodidad no dudara en hacer uso de los códigos de seguridad, mientras dejaba caer la cera caliente sobre mí dibujando blancos senderos de morbo en mi piel. Una vez satisfecha con el dolor infligido compensó el buen comportamiento de esta perrita siendo ella quien devorase mi coñito, que seguía ofrecido debido a la expuesta posición en la que me había amarrado. Sin embargo, no todo era tan sencillo, pues debido a su buen hacer y a ayudarse de nuevo con el micrófono para estimular mi clítoris, se me hacía muy difícil cumplir su orden de no correrme sin su permiso. De hecho me lo había prohibido, cosa que, irónicamente, me excitaba aún más, complicando más si cabe mi tarea.
- ¡Señora, me corro!
- Shhh… Tranquila… - Me susurró deteniendo su asedio. - Todavía no, perrita.
En ese instante me liberó de las ataduras y me pidió que le mostrara mi arsenal de juguetes. Abrí la gaveta de mi mesa de noche y le entregué el neceser azul donde guardo mis cositas. De entre todo lo que tenía para escoger, eligió la joya anal de metal en forma de corazón con la gema en color violeta, curiosamente, la que más suelo usar porque es la preferida de Andy. La siguiente orden fue tumbarme boca abajo, pues quería introducirme ella misma la joya tal y como había hecho con la cola unas horas antes. Sacó de nuevo su teléfono para inmortalizar otro momento de aquel rito de iniciación con una foto en la que se veía su mano izquierda apoyada en mi nalga ejerciendo la presión justa para que ésta se separa de la otra y se viese perfectamente el bonito plug. De todas las sacadas ese día, creo que es la foto que más me gusta.
Se levantó, yo creía que a soltar el teléfono, pero me equivocaba. Al ver que tardaba, me giré y pude observar cómo cogía el dildo morado que encajaba en el arnés que acababa de ponerse. Mi Señora iba a follarme.
- Ponte a cuatro mirando al espejo, perrita.
- Sí, Señora. - Contesté complacida a la vez que ella se acercaba y tomaba posición con el móvil en una mano y la fusta en la otra. La imagen era tan morbosa como amenazadora.
- Quiero que mires bien cómo te follo, ¿entendido?
- Sí, Señora.
He de reconocer que esa foto tomada al espejo en el que se reflejaba a esa chica con los pechos al aire detrás de mí, a cuatro delante de ella, siendo penetrada, es jodidamente brutal. Así como la que sacó instantes después de la fusta posada sobre mis nalgas mientras el dildo entraba en mi empapada vagina. ¡Espectacular!
- Tócate hasta que te corras mientras te follo. ¡Es una orden!.
- Sí, Señora.
- ¿Te gusta cómo te follo, perra?
- Sí… - Atiné a responder agitada.
- Sí, ¿qué? - Replicó propinándome un duro azote con la fusta.
- Sí, Señora…
- Mucho mejor.
Continuó asestándome una embestida tras otra, un azote tras otro, hasta que mis piernas se rindieron y caí desplomada en el colchón en medio de un orgasmo que acabó con mis fuerzas.
- Te corriste, ¿verdad perrita? - Preguntó jactándose.
- Sí, Señora.
- Muy bien, ahora cómeme el coño hasta que me corra en tu boca.
Y a ello me puse con ansias. La adrenalina seguía moviéndome y ella estaba cachondísima, por ello no tardó en retorcerse de placer aprisionando mi cara entre sus muslos.
Había llegado el momento de relajarse y descansar. El momento after-care durante el cual, tumbadas, entre caricias y besos, hablamos sobre cómo nos habíamos sentido durante esta primera sesión juntas, especialmente para mí, pues era mi iniciación. Pasados unos minutos de recuperación y vuelta al mundo real, nos fuimos juntas a cenar. Una forma genial de acabar el día, planeando un segundo encuentro tras horas y horas de perversión