Fantasía

Había algo en aquel hotel de lujo que despertaba lo prohibido. Tal vez fuera el mármol frío bajo los zapatos de tacón, las paredes acristaladas que reflejaban secretos, o la forma en que la luz del atardecer se colaba por las persianas, pintando sombras de posibilidades. Pero esa noche, la sala de juntas no albergaría reuniones aburridas.

—*¿Lista para la entrevista, señorita?*— su voz resonó en el pasillo vacío, grave y segura. Él, con su traje impecable y mirada calculadora, era el *CEO* de esta fantasía. Yo, con mi falda recta y blusa desabrochada, la aspirante dispuesta a negociar o a rendirme.

El juego empezó con una mirada. Una orden silenciosa. *"Cierra la puerta con llave"*. Mis manos temblaron al girar la cerradura, sabiendo que cada clic era un paso hacia lo desconocido. Cuando me volví, él ya estaba sentado en la cabecera de la mesa, deslizando lentamente un contrato ficticio hacia mí.

—*Aquí se firma con obediencia*— susurró, rozando mi muñeca al entregarme el bolígrafo—. *¿Aceptas los términos?*.

El aire se espesó. Yo asentí, sintiendo cómo el rol se desdibujaba entre la ficción y el deseo. Sus manos, antes frías como el protocolo, trazaron líneas cálidas por mi espalda mientras recitaba cláusulas imaginarias: *"Entrega total... discreción absoluta... placer garantizado"*.

Lo que siguió fue un baile de poder. Cada orden susurrada—*"arrodíllate"*, *"mírame"*, *"suplica"*—era una cuerda que tensaba el ambiente, pero siempre había una sonrisa cómplice tras sus palabras. Un guiño a que esto era *nuestro* teatro, un espacio seguro donde el control se cedía, no se robaba.

Al final, cuando la luna iluminó la mesa de caoba y nuestras risas ahogadas mezclaron lo profesional con lo íntimo, entendí la magia de los roles: no se trataba de perder el poder, sino de explorarlo desde nuevos ángulos.