El otro punto de vista de la entrevista

El otro punto de vista de la entrevista

Había algo en aquel hotel de lujo que destapaba la esencia oculta de las cosas. Quizás fuera el mármol glacial bajo mis zapatos italianos, las paredes de cristal que multiplicaban cada gesto en reflejos cómplices, o el susurro dorado del ocaso filtrándose entre las persianas, dibujando pactos en las sombras. Pero esa noche, la sala de juntos no sería un escenario de cifras, sino de otro tipo de acuerdos.

La vi antes de hablar. Su silueta recortada contra la luz tenue, la falda recta que retaba a la modestia, el primer botón de su blusa desabrochado como una invitación velada. Yo, con el traje que me armaba de *CEO*, y ella, la aspirante que llevaba su currículo escrito en la forma de morder el labio al verme.

—¿Lista para la entrevista, señorita?— dejé caer las palabras con la cadencia de quien está acostumbrado a dictar ritmos. Mi voz recorrió el pasillo vacío, dueña del silencio. Ella asintió, pero fue su mirada la que respondió de verdad: un desafío envuelto en incertidumbre.

El juego comenzó con un gesto. Alcé una ceja, señalando la puerta tras ella. *"Ciérrala"*, ordenó mi silencio. Sus manos temblaron al girar la llave, y el sonido de la cerradura resonó como un verso de un poema clandestino. Cuando se volvió, yo ya ocupaba la cabecera de la mesa, deslizando hacia ella ese contrato ficticio que ambos entendíamos.

—Aquí se firma con obediencia— susurré, rozando su muñeca al entregarle el bolígrafo. Su piel era más cálida de lo que esperaba. —¿Aceptas los términos?—.

Ella asintió de nuevo, pero esta vez con un brillo en los ojos que delataba la chispa de quien elige jugar, no someterse. Mis dedos, entrenados para firmar millones, trazaron una línea por su espalda, convirtiendo cláusulas imaginarias en realidad: *"Entrega total... discreción absoluta... placer garantizado"*. Cada palabra era un paso en el baile, un intercambio de roles donde yo dirigía, pero ella decidía seguir.

—Arrodíllate— ordené, grave, aunque la comisura de mis labios traicionó una sonrisa. No era un mandato, sino una pregunta disfrazada. Y cuando ella lo hizo, sosteniendo mi mirada con esa mezcla de audacia y vulnerabilidad, supe que el poder no residía en la orden, sino en el *sí* susurrado que la precedía.

La luna bañó la mesa de caoba horas después, iluminando risas ahogadas y secretos compartidos. Observé cómo jugueteaba con el bolígrafo ficticio, ahora manchado de carmín, y comprendí que la verdadera negociación no había sido entre jefe y aspirante, sino entre dos cómplices reescribiendo las reglas.

El poder, al fin, no era una pirámide, sino un espejo: ella me devolvía, en cada susurro obedecido, la imagen de un hombre que también había cedido control. No para perderlo, sino para redescubrirlo en el arte compartido de fingir.

Publicado por: hector40
Publicado: 22/04/2025 06:28
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